Pablo tiene en su pecho un remolino, otra vez la misma sensación que no lo deja pensar. Enciende un cigarro, cualquier cosa que lo mantenga activo y que no le permita caer en el letargo amargo que le han provocado sus palabras. Malditas palabras que le martillean la cabeza como un zumbido y maldita emoción que lo está estrangulando. Toma aire y se lava la cara, tiene que volver a trabajar al restaurante.
Hoy toca turno de noche y, como es viernes, tiene la experiencia suficiente como para saber que no saldrá de allí hasta las 3 de la madrugada. El aire fresco del camino le ha permitido calmar su mente. Termina su cigarro en la puerta y, como es de cristal, puede ver a Marc que le sonríe desde dentro con cordialidad. Pablo finge una sonrisa rígida y mueve la cabeza en acto de saludo. Se dispone a perder sus pensamientos entre la carta de vino y las sugerencias del chef para esta noche.
Marc es compañero de trabajo desde que Pablo entró a servir platos en “El Desván” hace un año y medio. Las jornadas de 10 y 12 horas con sus largas tardes sin clientes y todas las noches que se han quedado bebiendo a destajo, han forjado una amistad cercana entre los dos. Marc es fanfarrón y Pablo demasiado tímido, Marc es una de esas personas que tiene una conexión completa con el presente y Pablo, sin embargo, siente el futuro como una sombra amenazante. Dos hombres distintos que han aprendido a quererse a fuerza de pasar horas juntos, por necesidad e incluso por admiración. Se comprenden el uno al otro aunque no comparten casi ninguna idea.
Empieza el bullicio y los clientes, como pasa siempre, parecen ponerse de acuerdo para llegar todos a la vez. En la cocina, los chefs ya han comenzado a dar gritos a mansalva. Hasta el nuevo, que es chino y concentrado, no ha tardado en darse cuenta de la ley marcial que gobierna la cocina y en menos de una semana ya deja oír sus gritos incomprensibles en lo que Pablo piensa que es mandarín. El Chino, como lo llaman todos por la imposibilidad de pronunciar su nombre, vocifera e insulta sin ser tomado en cuenta por el resto. Se le ha quemado un pato al horno y le han traído una ensalada de vuelta porque ha confundido el repollo por betarraga.
Pablo se sumerge en la actividad frenética de un viernes por la noche en “El Desván”. Mientras que la noche se va acabando y los clientes comienzan a marcharse, se la imagina sonriendo en un bar, absolutamente ajena al sufrimiento que a él lo embarga.
Camina hacia su casa, ¿dónde estará ahora?,piensa.
Se acurruca en la cama y consigue atrapar el sueño en unos minutos o unas horas, no lo sabe porque cuando está así, también el tiempo pierde su forma. Cuando la mañana empieza a despertar en la ciudad, la luz se cuela en la habitación dándole un golpe de realidad. Se ha quedado dormido vestido y absolutamente aturdido por la imposibilidad de poseerla.
No sabe qué hora es, mira hacia su ventana y distingue la luz grisácea que cubre la ciudad en invierno en las primeras horas de sol. Es un color gris y brillante que siempre va acompañado de los bocinazos de algún conductor apurado. A Pablo esa luz vuelve a sumirlo en la melancolía. Por un momento maldice haberla conocido esa mañana cuando Laura entró a “El Desván” pidiendo trabajo.
- Hola, me llamo Laura, llevo poco tiempo en la ciudad y busco trabajo. ¿Necesitáis alguna camarera?
La frescura de su rostro, el acento cantado y su porte eslavo y claro aturdieron a Pablo que observaba la escena desde la cocina.
-El jefe no esta ahora,respondió Marc con su voz más seductora. Si quieres vuelve a las 5 esta tarde.
- Muy bien, dijo Laura, seguido de un gracias rotundo y sonoro propio de las personas que en su lengua natal tienen una erre sonora y rotunda también.
Laura no volvió esa tarde a las 5, pero Pablo pasó toda la noche tocando su saxo absolutamente sumergido en los ojos de esa chica. ¿Quién era?, ¿donde vivía?, ¿sus manos eran grandes o pequeñas? Y su olor, ¿como sería?
Pasaron un par de días con la rutina habitual y esa noche Marc estaba más excitado que de costumbre así que quiso cambiar la copa de siempre por una visita a un bar con mujeres complacientes y luces de neón. Pablo no pertenece a ese tipo de tugurios pero, ¡qué diablos!, una copa no le hace daño a nadie y además, podría entretenerse un rato observando los artificios de seducción de su amigo.
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