sábado, 30 de mayo de 2009
domingo, 24 de mayo de 2009
La cena (II)
En el banco que hay frente a él, una mujer se ha sentado con aire despreocupado y, mientras que con una mano busca algo en su bolso, con la otra sostiene una cajetilla de Fortuna. Por su expresión de tedio al acabar de revolver en el bolso, parece no haber encontrado lo que buscaba y en cuestión de segundos se encuentra junto a él pidiéndole fuego amablemente.
-No, no tengo fuego aquí abajo, es una pena.
-Pues sí, sí que es una pena, esto de los apagones me pone nerviosa y la verdad es que me muero por fumarme un cigarro ahora mismo.
-¿Tú también vives en el barrio?, ¿también te has quedado a oscuras?, pregunta Julio un poco tímido.
-Vivo en este edificio al lado del que tú has salido disparado hace un momento. Pensé que te ocurría algo, ¿estás bien ahora?
-No, no es nada, es que la oscuridad, ya sabes...me ha pillado por sorpresa, contesta.
-Ya lo sé, yo no quiero subir hasta que vuelva la luz. No me gusta estar a oscuras y menos cuando estoy sola.
Una complicidad extraña le ha surgido a Julio con esa mujer morena que se le ha puesto a hablar con la tranquilidad de los que se conocen y con la frescura de los que no se saben de nada. Las palabras le salen solas por la boca con una libertad absolutamente ajena a él pero increíblemente grata.
-Mira, a mi tampoco me gusta estar solo y menos cuando la luz no funciona, te propongo cenar en mi casa si quieres, tengo la cena a punto y siempre hago como para dos. Tómalo como lo que es, una ayuda mutua, tú no quieres estar sola y yo tampoco, a mi no me gusta el silencio y a ti la soledad.
Ella lo mira complacida y a pesar de su gesto de confusión ante la propuesta, responde con un sí casi inmediato y desaparecen detrás del portal del edificio de Julio que por primera vez no le parece ni pesado ni gris.
Unas velas y un ambiente íntimo, la cena aún no se ha enfriado y aunque la pasta no está en su punto exacto, se puede comer sin problemas, es fresca y biológica, piensa. Antes de empezar a comer vuelve la luz a la casa, se enciende la cocina, la radio se conecta y ellos se ven completos sin sombras ni intuiciones fisonómicas. En un acto despreocupado, Julio apaga la radio para escuchar la voz de Gloria sin interrupciones y cuando ella ya se había ido prometiendo volver el jueves a cenar de nuevo, Julio se da cuenta que en tres años y medio era la primera noche que por fin Marga se callaba.
-No, no tengo fuego aquí abajo, es una pena.
-Pues sí, sí que es una pena, esto de los apagones me pone nerviosa y la verdad es que me muero por fumarme un cigarro ahora mismo.
-¿Tú también vives en el barrio?, ¿también te has quedado a oscuras?, pregunta Julio un poco tímido.
-Vivo en este edificio al lado del que tú has salido disparado hace un momento. Pensé que te ocurría algo, ¿estás bien ahora?
-No, no es nada, es que la oscuridad, ya sabes...me ha pillado por sorpresa, contesta.
-Ya lo sé, yo no quiero subir hasta que vuelva la luz. No me gusta estar a oscuras y menos cuando estoy sola.
Una complicidad extraña le ha surgido a Julio con esa mujer morena que se le ha puesto a hablar con la tranquilidad de los que se conocen y con la frescura de los que no se saben de nada. Las palabras le salen solas por la boca con una libertad absolutamente ajena a él pero increíblemente grata.
-Mira, a mi tampoco me gusta estar solo y menos cuando la luz no funciona, te propongo cenar en mi casa si quieres, tengo la cena a punto y siempre hago como para dos. Tómalo como lo que es, una ayuda mutua, tú no quieres estar sola y yo tampoco, a mi no me gusta el silencio y a ti la soledad.
Ella lo mira complacida y a pesar de su gesto de confusión ante la propuesta, responde con un sí casi inmediato y desaparecen detrás del portal del edificio de Julio que por primera vez no le parece ni pesado ni gris.
Unas velas y un ambiente íntimo, la cena aún no se ha enfriado y aunque la pasta no está en su punto exacto, se puede comer sin problemas, es fresca y biológica, piensa. Antes de empezar a comer vuelve la luz a la casa, se enciende la cocina, la radio se conecta y ellos se ven completos sin sombras ni intuiciones fisonómicas. En un acto despreocupado, Julio apaga la radio para escuchar la voz de Gloria sin interrupciones y cuando ella ya se había ido prometiendo volver el jueves a cenar de nuevo, Julio se da cuenta que en tres años y medio era la primera noche que por fin Marga se callaba.
La cena (I)
Esa tarde Julio volvió del trabajo más temprano que de costumbre. En un arrebato de cuidarse (como venía escuchando en boca de todos sus amigos últimamente), decidió entrar en una tienda y comprarse uno a uno los ingredientes de la cena que iba a prepararse. Compró cuidadosamente y partió a su casa a dejar que el tiempo y la actividad culinaria ocuparan otra vez la soledad de esa noche. Lavó y picó las verduras, alineaba cada pedazo en la sartén mientras que sus manos, bastante expertas, disfrutaban con la vibración del cuchillo y el repiqueteo irregular del corte.
La cocina, era un espacio amplio y limpio como él, en el aire flotaba el tiempo y en sus oídos la voz de la radio lo acompañaba con una cadencia raspada y tranquila. Cocinar para Julio se había transformado en una terapia desde que Ana se fue. Eran estos momentos, los de picar, mezclar y freir, los únicos que le permitían una comunión transparente consigo mismo, el único espacio donde liberaba su mente y dejaba respirar a sus emociones. Es curioso, desde que me dejaste empecé a cocinar. Al principio, como una simple necesidad alimenticia. Pasé del arroz y las pastas a platos cada vez más sofisticados, quizás por soledad o quizás por aburrimiento, pero ahora al cabo de 3 años y medio me he convertido en un verdadero gourmet, pensaba mientras que rociaba delicadamente con pimienta la salsa blanca que borboteaba en la sartén. La voz de la radio seguía hablando de fondo, Julio nunca la escuchaba, simplemente le gustaba sentir el murmullo de una voz cerca de él porque el silencio a veces es un compañero insoportable. En realidad, desde que estaba solo, el silencio no era otra cosa más que eso, una inquietante asfixia, un intruso incómodo.
Era una voz femenina y madura, siempre la misma cadencia, siempre el mismo ritmo nocturno y pausado de la tertulia y siempre la misma tristeza fingida a la hora de despedirse que dejaba en Julio una nostalgia efímera cada noche. A pesar de la temática miscelánea del programa que conjugaba literatura con entrevistas a artistas y algún que otro concierto clásico, Julio no ponía atención al contenido, es más, había noches que ni siquiera podía recordarlo. Ni las entrevistas ni la música ni los invitados, sólo el tono de voz sublime de Marga, arropador y sereno que venía acompañándolo en sus cenas durante un tiempo ahora demasiado largo.
Hacía tres años y medio que cocinar era un ritual en sus noches, una actividad litúrgica que sólo variaba los ingredientes del plato pero que seguía con orden perfecto, casi maniático. Llegaba a casa, encendía la luz del salón y respiraba hondo cada vez, como llenándose de aire, como tratando de inspirar toda la soledad que flotaba entre esas paredes y que se le había instalado en el pecho. Después siempre lo mismo, dejaba su chaqueta y su maletín de oficinista en la mesa y se dirigía a su santuario de azulejos blancos y ollas vacías. Comenzaba picando la cebolla siempre y dependiendo de la naturaleza de la receta, continuaba con los ingredientes de las salsas o la cocción al horno que era la más lenta. Para ese momento, la voz de Marga ya inundaba la cocina desde hacía un buen rato, exactamente desde que el primer cuchillo había comenzado con el corte mecánico de la cebolla preliminar.
La salsa estaba casi al punto y a la pasta fresca que había comprado esa tarde en la tienda carísima de productos biológicos “para cuidarse” sólo le faltaban 2 minutos según las instrucciones y un poco más de 3 según su intuición de cocinero meticuloso. De repente un pitido agudo y largo se escucha en toda la casa. Cuando este se disipa, viene otro más brusco y seco que finaliza en un apagón de luz total, en la desaparición gradual del color anaranjado de la vitrocerámica y en el silencio rotundo e insoportable de Marga.
Julio se desencaja, no sabe qué hacer, se altera y comienza a respirar cada vez más rápido. Su rutina quebrada, su cena inacabada y el silencio invadiéndolo como un castigo injusto. Mira por la ventana y no hay luz en ningún edifico cercano, es un apagón general en el barrio, la gente ha salido a la calle con linternas y hacen grupitos en la acera. Julio actúa sin demasiado control de sus movimientos, sale violento por la puerta, baja las escaleras de dos en dos corriendo pero a tientas y abre de un empujón el portal pesado y gris de su edificio. Nada más poner un pie en la calle, toma aire y respira, deja que la brisa tibia que precede al verano le toque la cara y haciendo un gesto de calma, sube la mirada y la fija.
La cocina, era un espacio amplio y limpio como él, en el aire flotaba el tiempo y en sus oídos la voz de la radio lo acompañaba con una cadencia raspada y tranquila. Cocinar para Julio se había transformado en una terapia desde que Ana se fue. Eran estos momentos, los de picar, mezclar y freir, los únicos que le permitían una comunión transparente consigo mismo, el único espacio donde liberaba su mente y dejaba respirar a sus emociones. Es curioso, desde que me dejaste empecé a cocinar. Al principio, como una simple necesidad alimenticia. Pasé del arroz y las pastas a platos cada vez más sofisticados, quizás por soledad o quizás por aburrimiento, pero ahora al cabo de 3 años y medio me he convertido en un verdadero gourmet, pensaba mientras que rociaba delicadamente con pimienta la salsa blanca que borboteaba en la sartén. La voz de la radio seguía hablando de fondo, Julio nunca la escuchaba, simplemente le gustaba sentir el murmullo de una voz cerca de él porque el silencio a veces es un compañero insoportable. En realidad, desde que estaba solo, el silencio no era otra cosa más que eso, una inquietante asfixia, un intruso incómodo.
Era una voz femenina y madura, siempre la misma cadencia, siempre el mismo ritmo nocturno y pausado de la tertulia y siempre la misma tristeza fingida a la hora de despedirse que dejaba en Julio una nostalgia efímera cada noche. A pesar de la temática miscelánea del programa que conjugaba literatura con entrevistas a artistas y algún que otro concierto clásico, Julio no ponía atención al contenido, es más, había noches que ni siquiera podía recordarlo. Ni las entrevistas ni la música ni los invitados, sólo el tono de voz sublime de Marga, arropador y sereno que venía acompañándolo en sus cenas durante un tiempo ahora demasiado largo.
Hacía tres años y medio que cocinar era un ritual en sus noches, una actividad litúrgica que sólo variaba los ingredientes del plato pero que seguía con orden perfecto, casi maniático. Llegaba a casa, encendía la luz del salón y respiraba hondo cada vez, como llenándose de aire, como tratando de inspirar toda la soledad que flotaba entre esas paredes y que se le había instalado en el pecho. Después siempre lo mismo, dejaba su chaqueta y su maletín de oficinista en la mesa y se dirigía a su santuario de azulejos blancos y ollas vacías. Comenzaba picando la cebolla siempre y dependiendo de la naturaleza de la receta, continuaba con los ingredientes de las salsas o la cocción al horno que era la más lenta. Para ese momento, la voz de Marga ya inundaba la cocina desde hacía un buen rato, exactamente desde que el primer cuchillo había comenzado con el corte mecánico de la cebolla preliminar.
La salsa estaba casi al punto y a la pasta fresca que había comprado esa tarde en la tienda carísima de productos biológicos “para cuidarse” sólo le faltaban 2 minutos según las instrucciones y un poco más de 3 según su intuición de cocinero meticuloso. De repente un pitido agudo y largo se escucha en toda la casa. Cuando este se disipa, viene otro más brusco y seco que finaliza en un apagón de luz total, en la desaparición gradual del color anaranjado de la vitrocerámica y en el silencio rotundo e insoportable de Marga.
Julio se desencaja, no sabe qué hacer, se altera y comienza a respirar cada vez más rápido. Su rutina quebrada, su cena inacabada y el silencio invadiéndolo como un castigo injusto. Mira por la ventana y no hay luz en ningún edifico cercano, es un apagón general en el barrio, la gente ha salido a la calle con linternas y hacen grupitos en la acera. Julio actúa sin demasiado control de sus movimientos, sale violento por la puerta, baja las escaleras de dos en dos corriendo pero a tientas y abre de un empujón el portal pesado y gris de su edificio. Nada más poner un pie en la calle, toma aire y respira, deja que la brisa tibia que precede al verano le toque la cara y haciendo un gesto de calma, sube la mirada y la fija.
sábado, 9 de mayo de 2009
Luminiscencia
Probablemente podría recorrer tu espalda a caballo y sumergirme en la poza tibia de tu pecho, durante horas. Probablemente mis sueños son del mismo color que tienen tus ojos y están fabricados de aquel material del que me hablabas: de ficción. ¡De ficción estamos hechos!, te gritaba, mientras tú seguías buscando sinónimos de la palabra fosforescencia en tu diccionario de ficciones. Fotogénesis, fluorescencia, fotoluminiscencia, luminiscencia, sí...también nos pensábamos luminiscentes.
Jugabas a a encontrarme en las habitaciones a oscuras y me dabas nombres y me inventabas reinos y me pedías que no hablara, que preferías el silencio. Pero yo volvía a preguntarte de nuevo, ¿de qué color son mis sueños?, dime, ¿de qué material están hechos mis sueños?.
Jugabas a a encontrarme en las habitaciones a oscuras y me dabas nombres y me inventabas reinos y me pedías que no hablara, que preferías el silencio. Pero yo volvía a preguntarte de nuevo, ¿de qué color son mis sueños?, dime, ¿de qué material están hechos mis sueños?.
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