domingo, 24 de mayo de 2009

La cena (I)

Esa tarde Julio volvió del trabajo más temprano que de costumbre. En un arrebato de cuidarse (como venía escuchando en boca de todos sus amigos últimamente), decidió entrar en una tienda y comprarse uno a uno los ingredientes de la cena que iba a prepararse. Compró cuidadosamente y partió a su casa a dejar que el tiempo y la actividad culinaria ocuparan otra vez la soledad de esa noche. Lavó y picó las verduras, alineaba cada pedazo en la sartén mientras que sus manos, bastante expertas, disfrutaban con la vibración del cuchillo y el repiqueteo irregular del corte.
La cocina, era un espacio amplio y limpio como él, en el aire flotaba el tiempo y en sus oídos la voz de la radio lo acompañaba con una cadencia raspada y tranquila. Cocinar para Julio se había transformado en una terapia desde que Ana se fue. Eran estos momentos, los de picar, mezclar y freir, los únicos que le permitían una comunión transparente consigo mismo, el único espacio donde liberaba su mente y dejaba respirar a sus emociones. Es curioso, desde que me dejaste empecé a cocinar. Al principio, como una simple necesidad alimenticia. Pasé del arroz y las pastas a platos cada vez más sofisticados, quizás por soledad o quizás por aburrimiento, pero ahora al cabo de 3 años y medio me he convertido en un verdadero gourmet, pensaba mientras que rociaba delicadamente con pimienta la salsa blanca que borboteaba en la sartén. La voz de la radio seguía hablando de fondo, Julio nunca la escuchaba, simplemente le gustaba sentir el murmullo de una voz cerca de él porque el silencio a veces es un compañero insoportable. En realidad, desde que estaba solo, el silencio no era otra cosa más que eso, una inquietante asfixia, un intruso incómodo.
Era una voz femenina y madura, siempre la misma cadencia, siempre el mismo ritmo nocturno y pausado de la tertulia y siempre la misma tristeza fingida a la hora de despedirse que dejaba en Julio una nostalgia efímera cada noche. A pesar de la temática miscelánea del programa que conjugaba literatura con entrevistas a artistas y algún que otro concierto clásico, Julio no ponía atención al contenido, es más, había noches que ni siquiera podía recordarlo. Ni las entrevistas ni la música ni los invitados, sólo el tono de voz sublime de Marga, arropador y sereno que venía acompañándolo en sus cenas durante un tiempo ahora demasiado largo.
Hacía tres años y medio que cocinar era un ritual en sus noches, una actividad litúrgica que sólo variaba los ingredientes del plato pero que seguía con orden perfecto, casi maniático. Llegaba a casa, encendía la luz del salón y respiraba hondo cada vez, como llenándose de aire, como tratando de inspirar toda la soledad que flotaba entre esas paredes y que se le había instalado en el pecho. Después siempre lo mismo, dejaba su chaqueta y su maletín de oficinista en la mesa y se dirigía a su santuario de azulejos blancos y ollas vacías. Comenzaba picando la cebolla siempre y dependiendo de la naturaleza de la receta, continuaba con los ingredientes de las salsas o la cocción al horno que era la más lenta. Para ese momento, la voz de Marga ya inundaba la cocina desde hacía un buen rato, exactamente desde que el primer cuchillo había comenzado con el corte mecánico de la cebolla preliminar.
La salsa estaba casi al punto y a la pasta fresca que había comprado esa tarde en la tienda carísima de productos biológicos “para cuidarse” sólo le faltaban 2 minutos según las instrucciones y un poco más de 3 según su intuición de cocinero meticuloso. De repente un pitido agudo y largo se escucha en toda la casa. Cuando este se disipa, viene otro más brusco y seco que finaliza en un apagón de luz total, en la desaparición gradual del color anaranjado de la vitrocerámica y en el silencio rotundo e insoportable de Marga.
Julio se desencaja, no sabe qué hacer, se altera y comienza a respirar cada vez más rápido. Su rutina quebrada, su cena inacabada y el silencio invadiéndolo como un castigo injusto. Mira por la ventana y no hay luz en ningún edifico cercano, es un apagón general en el barrio, la gente ha salido a la calle con linternas y hacen grupitos en la acera. Julio actúa sin demasiado control de sus movimientos, sale violento por la puerta, baja las escaleras de dos en dos corriendo pero a tientas y abre de un empujón el portal pesado y gris de su edificio. Nada más poner un pie en la calle, toma aire y respira, deja que la brisa tibia que precede al verano le toque la cara y haciendo un gesto de calma, sube la mirada y la fija.

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