-Abrázame que me caigo, me decía el niño-hombre cada vez que venía el viento. Su gorra azul salía disparada con las ráfagas violentas y lo dejé solo, desprotegido en mitad de la calle, para ir detrás de su gorra. Benévolo, me miraba dándome la aceptación al gesto, pues el sol molestaba demasiado a sus ojos con síndrome de down. Sólo quería su gorra azul, aunque el viento fuera un peligro inminente que podía derrumbarlo, aunque una ráfaga lo dejara indemne y a merced de la voluntad de quien pasara.
Se llamaba igual que yo y también era sagitario. Alejandro tenía 43 años y era un adorador de las palabrotas que de inmediato retiraba con un perdón fingido.
Una inmovilidad en la parte izquierda del cuerpo, le obligaba a un paso lento y a un pánico constante al desequilibrio y a caer de bruces contra el suelo. Y paseaba solo.
Pedía a quien pasara que lo ayudara a cruzar los semáforos y si el tiempo y la generosidad daban, se prestaba para responder preguntas a cambio de unas calles más de apoyo a su paso lento e inseguro. Le asustaba el viento y Alejandro paseaba solo.
La gorra voló tres veces y tres veces lo dejé solo contra el viento.
-Alejandra, cógeme que me caigo, repetía.
Tardamos 45 minutos en cruzar tres semáforos y caminar una calle más, y allí me despedí. Caminó solo hacia su casa, perdiendo el equilibrio mientras se despedía con su única mano viva. Y yo me di la vuelta sintiéndome culpable y apresuré el paso porque la hora de comer ya había pasado y Alejandro me había desviado del que era mi objetivo antes de encontrarlo: comer temprano para dormir una siesta. Y me alejé rápido sin tener temor del viento. Y comí tarde, y no dormí la siesta y el día que había planeado empezó a salir al revés y el viento, ahora, ha empezado a asustarme.
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