lunes, 13 de abril de 2009

Dos semanas

Ella era rubia, de ese tipo de rubio que sólo tienen las personas nórdicas, casi blanco; un rubio que más que rubio es una ausencia de color. Él ya tenía el pelo totalmente blanco y, adivinando, por su fisonomía y el color casi transparente de sus ojos, no debía haber sido muy distinto a ella en ese sentido en su juventud, si no rubio, de pelo castaño muy claro. Ambos rondaban, pienso, la sesentena pero reían y miraban su entorno con las curiosidad de los niños, con los ojos grandes abiertos generosamente y una sonrisa displicente dibujada en el rostro.
Ella daba muestras de haber sido una mujer muy bella años atrás. Con un cuerpo silueteado y unas piernas firmes, no dudaba en pasear por el jardín de la casa donde alojaban cubierta con un pareo de color morado, con minifaldas muy ajustadas o, incluso en bikini durante los días de más calor. Él no se quitaba nunca unos pantalones cortos de leñador y rara vez dejaba al descubierto su torso, sin embargo, y a juzgar por la fuerza con que cortaba la leña cada tarde, seguramente gozaba de una musculatura de hombre delgado pero consistente.
Se reían, se miraban durante minutos largos y se regalaban sonrisas mientras tomaban el té en el jardín de la casa. Siempre la mesa rebosante de pasteles alemanes, siempre las tostadas de pan oscuro y una tetera blanca coronando la escena. Él leía durante estas largas sesiones que compartían cada día a media mañana y a media tarde. En realidad, nunca los ví comer otra cosa que no fuera un kuchen o cualquier otro pastel alemán, es decir, nunca los ví compartiendo un solomillo o un pollo al curry y tampoco los ví beber otra cosa que no fuera té; aunque, estoy segura que lo hacían, pero en el interior de la casa probablemente, donde yo ya no podía verlos.
Ella, entre taza y taza de té, cosía telas de colores, unía retales de materiales diversos, ora terciopelo, otrora seda o tejido vaquero y les daba forma con una pequeña máquina de coser de viaje que parecía más bien de mentira. De vez en cuando, perdía la mirada en el horizonte y cerraba los ojos como tratando de saborear el aire. Una breve pero rotunda expresión de gozo.
Se miraban. ¡Dios con cuánta dulzura se miraban! Y yo me preguntaba cuál sería el secreto de su aparente felicidad de pareja madura, de qué manera dos personas pueden compartir tantos años sin aburrirse el uno del otro y no terminar odiando los tés a media tarde y el mismo cuerpo, siempre, a tu lado en la cama.
- Quince días al año, me dijo el dueño de la casa cuando me sorprendió embobada observándolos una tarde en el jardín.
-Quince días durante veinte años seguidos, no está mal, ¿no crees?, me increpó.
-¿Cómo?, respondí sin entender exactamente a qué se refería.
-Llevan viniendo veinte años siempre en la misma fecha, durante la misma cantidad de días. Cada uno deja su vida en espera y se reúnen aquí para vivir esta otra vida de quince días cada primavera, continuó.

Marion era una mujer casada, tenía dos hijas ya de 35 y 37 años y tres nietos pequeños y rubios como ella. Paul era soltero pero sólo por decisión propia, pues había sido un joven apuesto y acomodado a quien no le faltaron oportunidades ni amores prometedores, pero era una persona solitaria y la idea de compartir la vida con alguien durante más de quince días nunca le había llegado a seducir del todo. Así que dejó pasar varias mujeres maravillosas por su vida que se fueron de la misma manera que llegaron, en silencio. Los dos eran profesores en Alemania y se habían conocido veinte años atrás trabajando para una pequeña escuela de un pueblo cercano a Frankfurt donde Marion impartía clases de arte y Paul de historia a jóvenes de secundaria.
Sus vidas ya estaban trazadas cuando se cruzaron; ella casada, con dos hijas y un marido al que quería como a un compañero imprescindible, y él que para ese entonces ya había tomado el camino de la soledad. Se enamoraron, pero se enamoraron como se enamoran los marineros, con la conciencia de otros puertos, con el fervor de la intermitencia y con la absoluta necesidad del reencuentro. Se escapan dos semanas cada primavera a aquel lugar anónimo a acariciarse, a regalarse por un breve espacio de tiempo lo que el uno podría haber sido para el otro cada día, pero lo que en quince días cada vez nunca se agota. Y de esta forma, sólo de esta forma, parece que lo han convertido en eterno.

2 comentarios:

  1. Sigue contando historias, sigue...

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  2. Golon, me ha gustado mucho el cuento... reconozco todas tus inquietudes... Lo único que cambiaría es lo de la "sonrisa displicente", creo que desdibuja un poco el personaje y el momento idílico que viven en ese momento, puesto que al final se acaba resolviendo como una felicidad por episódica y de entrega anual. Me gusta el desenlace, queda evidente... aunque espero que la felicidad se nos aparezca alguna que otra vez más en la vida... Besos y sigue dándole que lo haces muy bien!!

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